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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

jueves, 28 de julio de 2016

TRES

   La mujer que le había hablado era una morocha de treintaylargos, parecida a la wachiturra que atendía el maxikiosco de la esquina de su casa, pero mucho más baqueteada. Tenía el pelo mojado y estaba envuelta en un toallón verde y blanco. Sin esperar respuesta y casi sin mirarlo, la mujer se desnudó ante él con conyugal naturalidad. Después, se calzó bombacha y corpiño con premura (todo en ella rezumaba una vitalidad desbordante y un carácter enérgico).

    Desde la habitación contigua llegó la banda sonora de una pelea entre hermanos y la morocha resopló con fastidio.

   -¡Néstor, dejala tranquila a tu hermana! –gritó, y salió presurosa a poner orden, no sin antes decirle a Quique; “Ocupá el baño, si querés; yo ya terniné”.     

    Abrumado por una confusión inédita en su vida, Quique demoró casi un minuto en reaccionar. Salió del dormitorio con paso titubeante, como si caminara a ciegas por un sendero desconocido. Amparado en la penumbra del antebaño, paseó la vista por la cocina-comedor donde la mujer intentaba lograr que sus hijos desayunaran rápido y en paz. Vio el retrato de Evita colgado en la pared. Vio una foto en la que un Néstor Kirchner sonriente posaba rodeado de un grupo de personas, una de las cuales parecía ser la morocha varios años más joven. Vio, también, alrededor de la mesa, a un niño y una niña de piel oscura y a un adolescente larguirucho que tenía puesta una gorrita con visera. “Ah, bueeno”, pensó Quique, aterrado, “una mina peronista, un pibe chorro y dos guachos escapados de un afiche de Cáritas. ¿Qué estoy haciendo yo acá?”.

    Sin saber muy bien por qué, se apresuró a meterse en el baño y cerró la puerta, como si ese recurso infantil bastase para mantenerlo a salvo del caos que parecía haberse viralizado por los alrededores. Fue en vano. No pudo reprimir un grito cuando, al encender la luz, descubrió a ese negro impresentable, parecido a Carlitos Tevez, que lo miraba horrorizado desde el espejo.

 
CONTINUARÁ  

martes, 26 de julio de 2016

UNO y DOS


UNO 

    Quique Rinaldi terminó su desayuno mientras revisaba Facebook en el celular. Le puso "Me gusta" a una noticia de Clarín sobre nuevos despidos masivos en la administración pública, comentó indignado una denuncia sobre maltrato animal y compartió una frase de Mandela que hablaba de la paz. Después, urgido por la hora, levantó unas carpetas, bajó por ascensor los seis pisos que lo separaban de la cochera, se subió a su Hilux negra y se puso en marcha hacia la empresa constructora donde trabajaba como arquitecto desde hacía siete años. Sintonizó Radio Mitre y, al escuchar los análisis periodísticos acerca de la realidad nacional, se alegró de que el país estuviera, al fin, encaminándose en la dirección correcta. Sentía que desde el 10 de diciembre la vida era más benévola, que se respiraba mejor sin tanta crispación enquistada en el poder, que un aire renovador lo embellecía todo. Bueno, todo no. Porque al llegar a la zona de bancos, se topó con la larga cola de gente que esperaba cobrar planes sociales y se deprimió. Tan grande fue el contraste de aquella visión con su estado de ánimo previo, que se distrajo un segundo y casi se lleva puesta a una mujer que cruzaba la calle buscando su lugar en la cola.
Clavó el freno y bajó furioso el vidrio.
 
  -¿Pero qué hacés, negra de mierda? –le gritó. –¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!

    Sin que su rostro aindiado denotara el susto que acababa de pasar, la mujer se acercó a la ventanilla, se inclinó hacia Quique y, con una parsimonia ancestral, le susurró:

-Hijo de puta, ojalá en la próxima vida Diosito te haga negro, así aprendés lo que es la discriminación.

    Quique Rinaldi profirió un par de insultos más, continuó su andar y no volvió a pensar en el episodio. Tenía otros asuntos más urgentes de los cuales ocuparse. Debía, por ejemplo, acordar con el contador la estrategia más conveniente para mantener lejos del alcance de la AFIP los dólares blue que había comprado a lo largo del 2015. Debía, además, resolver con el abogado de la empresa cómo patear para adelante la indemnización de Zárate y Velázquez, los dos albañiles accidentados por la caída del andamio en la obra del hotel, que él dirigía.

   Trabajó durante horas con la intensidad acostumbrada. Al anochecer, cuando estaba por salir de su oficina, escuchó el ruido amenazante de unos truenos. Recordó que a Casares se le había quemado el módem en la última tormenta y  decidió desconectarlo por las dudas. Justo cuando estaba agarrando el aparato, estalló un rayo apocalíptico que hizo temblar todo el edificio. Un fogonazo blancuzco lo encegueció, mientras sentía la electricidad ardiéndole en todo el cuerpo. Después, en medio de una oscuridad inexpugnable, se sintió caer, caer, caer como en cámara lenta por una grieta que parecía interminable.

   Una grieta en cuyo final lo aguardaba una existencia pesadillesca.

   Una existencia proletaria, nacional y popular.

                               * * * 

 DOS

    -¡Brian! ¡Néstor! ¡Cristina!

   La voz de aquella madre urgiendo a sus hijos despertó a Quique de un sueño profundo que parecía haber durado semanas. Le dolía la cabeza y sentía el cuerpo como si lo hubiesen apaleado. Volvió a escuchar la voz de la mujer y le extrañó descubrir que no provenía de la calle o de una casa vecina, sino de una habitación cercana. Abrió lentamente los ojos y su mirada se topó con el andar quejoso de un ventilador de techo. No reconoció el lugar. Evidentemente, no estaba en su departamento, pero no recordaba qué había hecho la noche anterior. Por reflejo, se pasó la mano por debajo del boxer y no encontró signo alguno de haber tenido actividad sexual. Movió sus extremidades y no detectó ninguna lesión. ¿Qué hacía allí, entonces? Se incorporó en la cama (advirtió que era de dos plazas) y echó un vistazo somnoliento a la habitación. Verificó no sólo la presencia de humedad crónica en las paredes, sino también una decoración oscilante entre lo precario y el mal gusto. Dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. Se preguntó asustado si no estaría sufriendo de amnesia pero descartó la idea por completo apenas comprobó que podía recitar sin problemas la formación de San Lorenzo. Sin embargo, algo andaba mal: un agujero inexplicable borroneaba las últimas horas de su biografía. Descubrió que en la mesita de luz que estaba de su lado había un celular. Lo tomó pensando que era el suyo, pero lo soltó espantado al comprobar que el fondo de pantalla era una foto de La Yegua sonriendo con los dedos en V. Se levantó sin hacer ruido (la mujer desconocida seguía arengando a sus hijos en la habitación contigua) y fue hacia la ventana en busca de alguna pista. Espió por entre las hendijas de la persiana y el panorama que encontró lo dejó perplejo.

   “¡Un Fonavi!”, pensó. “¡Estoy en un Fonavi!”.

   -¿Qué hacés? ¿Estás mirando a ver si llueve?- lo sobresaltó una voz a sus espaldas

   Sorprendido, giró la cabeza y se quedó paralizado al ver a la mujer semidesnuda que lo interpelaba.

 
CONTINUARÁ