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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

martes, 30 de agosto de 2016

DOCE

   Cuando Quique vio toda la gente que se había congregado en la esquina de la casa del Turco se asustó. El desafío sería mayúsculo, iba a tener que cuidarse mucho para impedir que esa horda de kirchneristas resentidos descubriera que él era un impostor infiltrado.
 
   Ser parte de la ruidosa marcha le provocó una tensión difícil de controlar. A la aprensión inmanejable que le causaba estar rodeado por tantos peronistas juntos, debía sumarle la inseguridad generada por su escasa experiencia combativa. Y es que lo más parecido a participar en una manifestación callejera que había hecho en toda su vida era haberse agolpado frente a la entrada del Banco Nación, en la época del corralito. Esa mañana del 2001 había cantado con cívica indignación aquello de “Piquete, cacerola / la lucha es una sola”, y hasta había tirado alguna que otra piedra contra los blindex del Banco. Pero claro, no eran situaciones comparables: en aquel caso se trataba de una causa justa, se trataba de la defensa de un derecho arbitrariamente vulnerado. Esta marcha en que ahora se veía involucrado, en cambio, se sustentaba en un objetivo absurdo: el de repudiar una decisión gubernamental muy sana que –así lo había asegurado el presidente y él le daba la razón- resultaba indispensable para empezar a recuperar el rumbo económico y ético perdido.

   Cuando llegaron a la Plaza y su grupo se acomodó en la multitud, se sintió como un  vegano asistiendo a la cena anual del gremio de los carniceros. Era como estar en la cancha pero metido en el medio de la hinchada contraria. No sabía la letra de los cantitos, así que se limitó a hacer palmas y mover los labios para disimular. Luján, en cambio, era brava y se la pasaba a los gritos, insultando a Macri y arengando a sus compañeros.

   Miró en todas direcciones y empezó a preocuparse: mucho bombo, mucha bandera, mucha pancarta, pero de los choripanes, ni noticia. Se acercó a un flaquito que enarbolaba una bandera y, como quien no quiere la cosa, le preguntó si ya le habían dado su chori. El otro soltó una carcajada pero Quique no entendió cuál era el chiste.

   Se desentendió por completo de los discursos y de los cánticos de protesta. Enfocado de manera excluyente en su urgencia alimentaria, reiteró su inquietud a varios desconocidos más. La expresión de los interpelados y el tenor de las sucesivas respuestas recibidas lo desesperó. ¿Pero entonces esa gente estaba ahí por propia voluntad, por convicción? Era de no creer; ¿qué tenían en la cabeza? ¿La mitad de los presentes, un rejunte impresentable de vagos crónicos subvencionados por el Estado, organizaba un acto contra el gobierno para defender un privilegio mal habido, y la otra mitad, por pura ignorancia, respaldaba esa conjura desestabilizadora? ¡Qué espectáculo patético! Ahí estaban, pensó Quique, los auténticos victimarios del destino de grandeza de la Argentina.

   “… porque la inflación, compañeros.  es un cáncer que se va comiendo el salario del pueblo trabajador, y no podemos permitir…”.

   Resopló malhumorado. Estaba muerto de hambre, de sed y de cansancio, harto del calor, de la humedad y, sobre todo, harto de escuchar la palabra “compañeros” vomitada a diestra y siniestra.

 
CONTINUARÁ

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