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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

jueves, 11 de agosto de 2016

SIETE

   Revisó la billetera y comprobó contrariado que no había dinero suficiente para pagarse un taxi ni tampoco una tarjeta SUBE. Primero pensó en seguir caminando pero un par de cuadras más adelante, arrasado por la impaciencia, se decidió a quemar las naves y paró un taxi.
     -Necesito ir al centro pero tengo solamente cien pesos –dijo, enarbolando un billete con la cara de Roca. -Lléveme hasta donde me alcance.
   El taxista lo miró con desconfianza pero aceptó el trato. Quique se zambulló en el asiento y se sumergió en la idea excluyente (y acaso supersticiosa) de que le bastaría con volver a su casa para recobrar de inmediato la vida que le habían arrebatado.
   En la radio se pusieron a dar detalles sobre un asalto de último momento. Mencionaron una despensa cercana al Fonavi del que acababa de huir y Quique supo que, en un acto reflejo, el taxista lo había espiado fugazmente por el retrovisor con renovado recelo. No pudo evitarlo: recordó a aquel otro taxista que, meses atrás, le había dado una clase magistral acerca de cómo solucionar el flagelo de la inseguridad. “Es muy simple”, le había dicho, “hay que poner un alambrado de cuatro metros de alto que bordee toda la zona oeste de la ciudad, habilitar nada más que cuatro o cinco pasos obligatorios, tenerlos día y noche custodiados por el ejército, y cuando alguno se quiera hacer el vivo… ¡pum! un cuetazo y a otra cosa. Vas a ver cómo en tres días se terminan los robos”.
   “Noventa y nueve con setenta”, anunció el taxista actual, mientras estacionaba en una esquina. No estaba mal: había quedado a sólo veinte cuadras de su destino. Continuó el trayecto a pie, con el alivio de volver a un paisaje que le era familiar. Sin embargo, cuando estuvo al fin frente a su edificio se le hizo un vacío en el estómago al advertir que no tenía las llaves. No tenía las llaves, claro, y tampoco tenía su cara de Quique Rinaldi, sino la de Juan Domingo Villagra. ¿Cómo iba a hacer para entrar?
   Confundido, se quedó mirando el palier a través de la puerta de vidrio, desde el fondo de un exilio que parecía irreversible. Su actitud despertó sospechas en Arregui, el encargado, que se acercó a él y, examinándolo con ostensible resquemor, le preguntó qué necesitaba. Su falta de cordialidad era lógica, pensó; el consorcio había sido muy claro en sus últimas instrucciones: nada de vendedores ambulantes ni pedigüeños.
   -Busco al arquitecto Rinaldi- dijo.
    Acá no vive ningún arquitecto Rinaldi.
   Quique sintió que el universo se desmoronaba sin remedio. 
   -¿Cómo que no?- protestó. -¡En el sexto, vive: en el sexto C!
   Ambos endurecieron la defensa de sus respectivas verdades y, luego de llegar al borde del forcejeo, Arregui dio por concluida la cuestión con la amenaza de llamar a la policía.
    Quique se alejó de la puerta con la certeza absurda de haberse transformado en un fantasma. Aturdido, bajó a la calle sin prestar atención al auto que doblaba por la esquina. Como si llegaran desde otro mundo, escuchó la frenada y el insulto.  
   -¿Pero qué hacés, negro de mierda? ¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!
  
CONTINUARÁ

3 comentarios:

  1. Excelente. Aquí hay un quiebre en la historia. Quique Rinaldi no existe. En otras historias del estilo, pasaría que un Villagra se habría despertado en el departamento de Rinaldi. Parece que aquí no. Vamos a ver como sigue :D

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  2. En "Las coss como smos" tengo un cuento ("Intersección") en el que, justamente, se entrecruzan los sueños de dos personajes. Cada uno sueña con el otro sin conocerlo.

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