Revisó la
billetera y comprobó contrariado que no había dinero suficiente para pagarse un
taxi ni tampoco una tarjeta SUBE. Primero pensó en seguir caminando pero un par
de cuadras más adelante, arrasado por la impaciencia, se decidió a quemar las
naves y paró un taxi.
-Necesito
ir al centro pero tengo solamente cien pesos –dijo, enarbolando un billete con
la cara de Roca. -Lléveme hasta donde me alcance.
El
taxista lo miró con desconfianza pero aceptó el trato. Quique se zambulló en el
asiento y se sumergió en la idea excluyente (y acaso supersticiosa) de que le
bastaría con volver a su casa para recobrar de inmediato la vida que le habían arrebatado.
En la radio
se pusieron a dar detalles sobre un asalto de último momento. Mencionaron una
despensa cercana al Fonavi del que acababa de huir y Quique supo que, en un
acto reflejo, el taxista lo había espiado fugazmente por el retrovisor con
renovado recelo. No pudo evitarlo: recordó a aquel otro taxista que, meses
atrás, le había dado una clase magistral acerca de cómo solucionar el flagelo
de la inseguridad. “Es muy simple”, le había dicho, “hay que poner un alambrado
de cuatro metros de alto que bordee toda la zona oeste de la ciudad, habilitar nada
más que cuatro o cinco pasos obligatorios, tenerlos día y noche custodiados por
el ejército, y cuando alguno se quiera hacer el vivo… ¡pum! un cuetazo y a otra
cosa. Vas a ver cómo en tres días se terminan los robos”.
“Noventa y
nueve con setenta”, anunció el taxista actual, mientras estacionaba en una
esquina. No estaba mal: había quedado a sólo veinte cuadras de su destino. Continuó
el trayecto a pie, con el alivio de volver a un paisaje que le era familiar. Sin
embargo, cuando estuvo al fin frente a su edificio se le hizo un vacío en el estómago
al advertir que no tenía las llaves. No tenía las llaves, claro, y tampoco
tenía su cara de Quique Rinaldi, sino la de Juan Domingo Villagra. ¿Cómo
iba a hacer para entrar?
Confundido,
se quedó mirando el palier a través de la puerta de vidrio, desde el fondo de un
exilio que parecía irreversible. Su actitud despertó sospechas en Arregui, el encargado,
que se acercó a él y, examinándolo con ostensible resquemor, le preguntó qué
necesitaba. Su falta de cordialidad era lógica, pensó; el consorcio
había sido muy claro en sus últimas instrucciones: nada de vendedores
ambulantes ni pedigüeños.
-Busco al
arquitecto Rinaldi- dijo.
Acá
no vive ningún arquitecto Rinaldi.
Quique sintió
que el universo se desmoronaba sin remedio.
-¿Cómo que
no?- protestó. -¡En el sexto, vive: en el sexto C!
Ambos endurecieron
la defensa de sus respectivas verdades y, luego de llegar al borde del
forcejeo, Arregui dio por concluida la cuestión con la amenaza de llamar a la
policía.
Quique
se alejó de la puerta con la certeza absurda de haberse transformado en un fantasma.
Aturdido, bajó a la calle sin prestar atención al auto que doblaba por la esquina. Como si
llegaran desde otro mundo, escuchó la frenada y el insulto.
-¿Pero qué
hacés, negro de mierda? ¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!
CONTINUARÁ
Excelente. Aquí hay un quiebre en la historia. Quique Rinaldi no existe. En otras historias del estilo, pasaría que un Villagra se habría despertado en el departamento de Rinaldi. Parece que aquí no. Vamos a ver como sigue :D
ResponderEliminarBuen ojo Juanjo
EliminarEn "Las coss como smos" tengo un cuento ("Intersección") en el que, justamente, se entrecruzan los sueños de dos personajes. Cada uno sueña con el otro sin conocerlo.
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