Imprevistamente, Dedos se duplica. De un momento para otro, son dos las manos
que se deslizan alocadas sobre el mantel. Dedos y su flamante doble se dirigen
hacia Quique y se le trepan a la
cabeza. Al principio, se limitan a hacerle
cosquillas en la nuca y las orejas pero, al cabo de un rato, le rodean el
cuello y comienzan a apretárselo. Quique protesta pero su queja se pierde en la
risotada colectiva que festeja el episodio.
Dedos y su gemelo intensifican la presión sobre la garganta y Quique empieza a
asustarse pues le cuesta respirar. Mira preocupado al resto de los presentes
pero ninguno de ellos acude en su ayuda. Todos y todas se limitan a seguir
riendo, divertidos. A lo lejos, ve a Luján saltando en una tribuna, gritando
desaforada, como si fuera la jefa de la barra brava. Ella lo mira pero,
indiferente a su sufrimiento, sigue cantando consignas contra el gobierno.
Es en ese momento cuando Quique
tiene la revelación: él no es un invitado más a la fiesta; él es la víctima
propiciatoria, el objeto del sacrificio humano que esa banda de enfermos
pretende ofrecerle a su ruin divinidad.
Imperturbables, Dedos y su otro yo continúan ejecutando su misión. Aterrado,
Quique mira a sus dos verdugos y comprende todo. Al borde de la asfixia, junta el poco aire que le queda
y, antes de desvanecerse, alcanza a gritar:
-¡Son las manos de Perón! ¡Son las manos de Perón!
CONTINUARÁ
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