Fue el
último de los cinco en entrar al baño. Quería estar solo y que nadie lo
apurara. Venciendo su repulsión, se miró de frente en el espejo. Permaneció un
largo rato constatando con minucioso masoquismo la increíble metamorfosis padecida.
La imagen que veía era el compendio perfecto de todo lo que siempre había
querido mantener lejos de su vida. Era evidente que el destino (o La Cámpora, todavía
no estaba seguro) se había ensañado con él. ¿Justo a él tenía que pasarle esto?
¿Justo a él, que hubiese sido capaz de votar a un alienígena con tal de que no
volviera a ganar un peronista? ¿Justo a él, que no hubiese tenido problema en
acostumbrarse a decir “iwi”, “ilo” y “oala” con tal de erradicar para siempre la letra K ?
Se metió en
la ducha y se refregó la cara casi compulsivamente. Lo hizo hasta que se
resignó a entender que el jabón no lo libraría de ser negro.
Salió del baño
y fue hacia el dormitorio. Luján se había quedado dormida boca arriba, con la
luz encendida y un libro de Jauretche apoyado en su regazo. ¿Y si empezaba a
manosearla un poco? Descartó la idea de inmediato; estaba extenuado.
Apagó la
luz y se acostó. Dio unas cuantas vueltas y supo que a pesar del cansancio no lograría
dormirse con rapidez. Extrañaba su sommier, su aire acondicionado, la fina fragancia
de su dormitorio. No era fácil dormir en verano siendo pobre.
La frase lo
llevó a pensar en aquel mail que lo había enemistado con Eugenio. “En este país
conviene ser pobre”, era el título, y el texto -que a él le había encantado- decía
algo como: “Si no querés trabajar, el Estado te paga un plan; si nunca
aportaste a una Caja, el Estado te regala una jubilación; si no te podés
comprar una netbook, el Estado te regala una; si tenés más hijos de los que
podés mantener, el Estado te paga para que sigas teniendo más. Y todo, con la
guita de los giles que nos rompemos el lomo laburando todos los días”. Le había
parecido una genialidad, una pintura precisa y aguda de los males de la
Argentina, y por eso lo había reenviado a todos sus contactos. Pero Eugenio, el
irrespetuoso de Eugenio -siempre con sus veleidades progre, él- se lo había retrucado
enviándole otro mail (no sólo a él, sino a todos los de la lista) que decía algo
así como “Si la vida de los pobres te causa tanta envidia, ¿por qué no
renunciás a tu vida miserable de clase media y te volvés uno de ellos? Dale,
dejá tu casa en el centro y mudate a un
Fonavi suburbano. Renunciá a tu prepaga y mandá a tu familia a hacer cola en el
hospital público cuando se enfermen. Dejá de pagar el colegio privado de tus
hijos y mandalos a una escuela de la periferia, de esas que quedan en calle de tierra
y se inundan cada vez que llueve”. Decepcionado, había barrido a Eugenio de sus
contactos y no se habían vuelto a hablar.
Sofocado a pesar
del ventilador de techo, volvió a removerse en la cama. Lamentó no tener
a mano su provisión habitual de Dormilán. Ser pobre, al parecer, no era tan
cómodo como afirmaba aquel mail que tanto le había gustado.
CONTINUARÁ
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