Si la ida
le había resultado insoportable, la caminata de vuelta fue peor. Un jovencito
de anteojos empezó a darle la lata, lamentándose porque la semana anterior le
habían avisado por teléfono que no le renovarían el contrato. Acto seguido, le
confesó su angustia porque acababa de ser padre y no sabía cómo iba a afrontar la situación. Mientras Luján
y otros manifestantes cercanos desaprobaban con énfasis lo sucedido y se
solidarizaban con el flamante desempleado, Quique permaneció sumido en un prudente
silencio. Estaba claro que, si pretendía evitar que lo lincharan en la vía
pública, debía prescindir de la sinceridad.
Un gordito sudado
de remera roja tomó la posta y se despachó contando que lo habían dejado
cesante después de trabajar cuatro años en Desarrollo Social. De un momento
para otro, varios de los que rodeaban a Quique, incluso Luján, se pusieron por turnos
a hacer sus propios aportes a la narración colectiva. El que no había sido
recientemente despedido, tenía un familiar o conocido al que acababan de echar.
Abrumado por el parloteo circundante, Quique rumiaba fastidio. “¿Qué es esto?’,
se preguntó hastiado, “¿una reunión de Ñoquis Anónimos?”. Aquello era tan
irritante como mirar “6, 7, 8”
o el programa de Víctor Hugo, pero sin poder cambiar de canal. Lo que más lo
rebelaba era que todos insistieran en llamarle “empleo” a esas dádivas que el
Estado había repartido durante 12 años a cambio de fidelidad electoral. Es
cierto, el gordo de remera roja no parecía haber sido un ñoqui, y Luján sonaba
sincera al hablar del caso de su primo. Pero seguramente, pensó, debían ser raras
excepciones que confirmaban la
regla. Una pena, sí, pero la lucha sin cuartel contra la
corrupción enquistada en la administración pública ameritaba que hubiera
víctimas inocentes, como en toda guerra.
“¡Dejen de robarnos
la guita y vayan a laburar, hijos de puta!”. El grito, proferido desde una 4x4 que
los cruzó en una avenida mientras aguardaban que el semáforo les diera paso,
levantó una previsible polvareda de insultos. Quique aprovechó la oportunidad para
mimetizar su propia bronca acumulada y descargarla a gusto. Gritó mucho. Gritó, tal
vez, más que el resto. Gritó furioso, no sólo por lo vivido a lo largo de ese
día maldito, sino también por su porvenir inmediato. Porque lo más desesperante
de todo era saber que después de llegar a la esquina de la casa del Turco , después
de subirse al Renault 12 azul y desvencijado, después de pasar por la casa de la
madre de Luján a buscar al pibe chorro y a los mellizos, debería volver derrotado
al Fonavi para pasar allí la noche.
Y, acaso, el
resto de su vida.
CONTINUARÁ
Disfruto tanto con estos textos de entrega fragmentada, que reitero mi más profunda admiración a Alfredo Di Bernardo. De pronto, me sucede que ya no soy quien esta leyendo en mi compu, sino que me siento sudorosa, en medio de una marcha peronista, y vivenciando las terribles contradicciones del personaje. Gracias Alfredo, porque dicen, los que saben de heridas, que lo mejor es que se cierren de adentro para afuera. Tus escritos sobre la grieta cumplen, también, esa saludable función indirecta. La primera, es el goce estético que nos produce.
ResponderEliminarMe parece, Paulina, que te voy a contratar como agente de prensa... Muchas gracias por tus palabras.
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