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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

martes, 11 de octubre de 2016

VEINTICUATRO


    Salió del cíber con el ánimo renovado. Se sentía exultante. No tanto como aquella mañana en que se había puesto a tocar bocinazos después de escuchar en la radio que se había muerto Kirchner, claro, pero era evidente que acababa de recuperar el optimismo. Tanto era su entusiasmo, que dedicó varios minutos a evaluar seriamente la posibilidad de ir a la empresa e ingeniárselas para irrumpir en la oficina de Bevilacqua. Ansiaba demostrarle que él era un recurso humano valioso. Lo sorprendería con sus conocimientos de arquitectura y con sus ideas políticas. Iba a convencerlo de que él no apoyaba la huelga y creía firmemente en la meritocracia, como decía la publicidad esa de la tele que tanta e injustificada polémica había levantado.

    La fantasía reivindicatoria se le hizo añicos cuando le sonó el celular y Luján le recordó su agenda militante de la jornada: tenía que ir a colaborar con la Vecinal del barrio para arreglar una plaza, o algo así. Maldijo su suerte, maldijo a la morocha, se subió a la moto y se puso en marcha a disgusto pensando que, definitivamente, Luján y Juan Domingo estaban mal de la cabeza. ¿Qué buscaban trabajando gratis en lugares como esos, en los que más hubiese convenido entrar con una topadora e incendiar todo? ¿Les gustaba jugar a los revolucionarios trasnochados? ¿O lo hacían sólo para reclutar votantes K? En cualquiera de los casos (delirios estúpidos pretendidamente heroicos o simple politiquería barata) lo rebelaba que ahora le exigieran a él ese sobreesfuerzo inútil que no tendría, de parte de sus beneficiarios, más retribución que la ingratitud. Porque ¿qué otra cosa podía esperarse de ese nido de delincuentes en el que estaba a punto de internarse, esa fábrica irresponsable de chicos malnutridos cuyo destino eran la calle, la droga, el “eh, ameo”, el mal vivir? Ya bastante se había metido el Estado en su bolsillo durante los últimos doce años, ya bastante plata le habían sacado para ayudar a esa manga de vagos subsidiados que no hacían nada por ayudarse a sí mismos. ¡Y pensar que había imbéciles que criticaban el concepto de la meritocracia! ¿Cómo iba a salir adelante el país con semejante culto a la mediocridad?

   De nada le sirvió a Quique rumiar estos venenos durante todo el trayecto. No le dejaban opción: igual iba a tener que aventurarse en un submundo peligroso y correr el riesgo de terminar acuchillado o muerto de un balazo. 

    Era una auténtica condena no poder zafar de la diktadura populista en el seno de su flamante familia. “Peor es casarse y vivir con la suegra”, solía consolar Bevilacqua a sus subalternos cuando alguno de ellos insinuaba una queja frente a encargos indeseables. Se quedaba corto su jefe: peor era casarse y vivir con una militante K. La necedad de esa gente lo sacaba de quicio.


CONTINUARÁ

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