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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

martes, 30 de agosto de 2016

DOCE

   Cuando Quique vio toda la gente que se había congregado en la esquina de la casa del Turco se asustó. El desafío sería mayúsculo, iba a tener que cuidarse mucho para impedir que esa horda de kirchneristas resentidos descubriera que él era un impostor infiltrado.
 
   Ser parte de la ruidosa marcha le provocó una tensión difícil de controlar. A la aprensión inmanejable que le causaba estar rodeado por tantos peronistas juntos, debía sumarle la inseguridad generada por su escasa experiencia combativa. Y es que lo más parecido a participar en una manifestación callejera que había hecho en toda su vida era haberse agolpado frente a la entrada del Banco Nación, en la época del corralito. Esa mañana del 2001 había cantado con cívica indignación aquello de “Piquete, cacerola / la lucha es una sola”, y hasta había tirado alguna que otra piedra contra los blindex del Banco. Pero claro, no eran situaciones comparables: en aquel caso se trataba de una causa justa, se trataba de la defensa de un derecho arbitrariamente vulnerado. Esta marcha en que ahora se veía involucrado, en cambio, se sustentaba en un objetivo absurdo: el de repudiar una decisión gubernamental muy sana que –así lo había asegurado el presidente y él le daba la razón- resultaba indispensable para empezar a recuperar el rumbo económico y ético perdido.

   Cuando llegaron a la Plaza y su grupo se acomodó en la multitud, se sintió como un  vegano asistiendo a la cena anual del gremio de los carniceros. Era como estar en la cancha pero metido en el medio de la hinchada contraria. No sabía la letra de los cantitos, así que se limitó a hacer palmas y mover los labios para disimular. Luján, en cambio, era brava y se la pasaba a los gritos, insultando a Macri y arengando a sus compañeros.

   Miró en todas direcciones y empezó a preocuparse: mucho bombo, mucha bandera, mucha pancarta, pero de los choripanes, ni noticia. Se acercó a un flaquito que enarbolaba una bandera y, como quien no quiere la cosa, le preguntó si ya le habían dado su chori. El otro soltó una carcajada pero Quique no entendió cuál era el chiste.

   Se desentendió por completo de los discursos y de los cánticos de protesta. Enfocado de manera excluyente en su urgencia alimentaria, reiteró su inquietud a varios desconocidos más. La expresión de los interpelados y el tenor de las sucesivas respuestas recibidas lo desesperó. ¿Pero entonces esa gente estaba ahí por propia voluntad, por convicción? Era de no creer; ¿qué tenían en la cabeza? ¿La mitad de los presentes, un rejunte impresentable de vagos crónicos subvencionados por el Estado, organizaba un acto contra el gobierno para defender un privilegio mal habido, y la otra mitad, por pura ignorancia, respaldaba esa conjura desestabilizadora? ¡Qué espectáculo patético! Ahí estaban, pensó Quique, los auténticos victimarios del destino de grandeza de la Argentina.

   “… porque la inflación, compañeros.  es un cáncer que se va comiendo el salario del pueblo trabajador, y no podemos permitir…”.

   Resopló malhumorado. Estaba muerto de hambre, de sed y de cansancio, harto del calor, de la humedad y, sobre todo, harto de escuchar la palabra “compañeros” vomitada a diestra y siniestra.

 
CONTINUARÁ

jueves, 25 de agosto de 2016

ONCE

   Cerca de las 3, Luján lo llamó para avisarle que ya había dejado a los chicos en lo de su madre y acordar algo sobre la dichosa cita que tenían a las 5 en lo de ese tal Turco. Quedó azorado cuando un comentario de la morocha le permitió entender de qué se trataba la cosa: iban a participar de una manifestación en la plaza para protestar contra los despidos de estatales. “¡Una marcha para apoyar a los ñoquis!”, se espantó Quique. Estuvo a punto de revolear el celular y salir corriendo, pero se dio cuenta de que huir sólo hubiese complicado aún más su situación. Al fin de cuentas, le gustara o no, ese aparato y esa mujer eran los únicos hilos concretos que lo ligaban con esa nueva identidad suya que le era por completo desconocida. Además –y eso no era un detalle menor- estaba el tema del hambre feroz que cargaba. Había que verle el lado positivo al asunto, razonó: en ese momento dramático de su vida, participar de la marcha era la posibilidad más directa que tenía de acceder a un choripán.
 
   “Tengo un problema; estoy sin la moto”, dijo para excusarse de cumplir con un encargo que le formulaba Luján, y mintió que a la mañana no había podido hacerla arrancar. Después, tuvo que improvisar una serie de argumentos evasivos para no dar precisiones acerca de la jornada laboral que en realidad no había tenido y para no revelar dónde se encontraba. Trastabilló un par de veces y temió que a la morocha se le diera por desconfiar y hacerle una escenita de celos. Sin embargo, consiguió salir airoso del laberinto y terminó la conversación habiendo obtenido los datos mínimos necesarios para saber dónde debían encontrarse.
 
   A los pocos segundos, escuchó que le llegaba un whatsapp. Pensó que a la morocha se le había olvidado decirle algo. Incluso, igual que un chico ante la perspectiva de una mañana de clases, fantaseó por un instante, y sin mayores fundamentos, con la posibilidad de que la marcha se hubiese suspendido. Pero no era Luján la del mensaje. “La Garganta Poderosa, ¡genios totales!”, anunciaba el encabezado del texto. Dejó de leer y guardó el teléfono con indignación. Le costaba creer que hubiera gente dispuesta a perder el tiempo elogiando a un grupo de cumbia. 
 
CONTINUARÁ

martes, 23 de agosto de 2016

DIEZ

   Jamás en su vida se había sentido tan vulnerable. Era un extraterrestre abandonado en la galaxia equivocada. Peor aún: era un alma errante encarnada en un cuerpo indeseable. Caminó sin rumbo por el centro durante horas. Aturdido, no sabia dónde ir, no sabía qué hacer. Miraba con extrañeza las vidrieras y los afiches publicitarios que prometían una vida feliz a la que ya no podía acceder. Le costaba concebir que, de un día para otro, sus derechos –esos derechos que tanto se había esforzado por conseguir y defender- se hubiesen evaporado sin un justificativo válido. Ya no habría vacaciones en Punta Cana, ni tarjetas de crédito Premium, ni Led de 42 pulgadas, y esa confiscación lo indignaba. Un corralito sobrenatural; eso era lo que le habían impuesto. Y la pesificación que le ofrecían a cambio consistía en devolverle un futuro devaluado y proletario.
 
   La imagen gigante de una Big Mac le dio hambre. Ya eran casi las dos de la tarde, no había desayunado y no recordaba qué y cuánto había cenado la noche anterior. Era imperativo resolver ese asunto de inmediato. Claro que para eso había un serio escollo: se había gastado todo en el taxi y, dadas las singulares circunstancias por las que estaba atravesando, no sabía cuándo volvería a tener dinero a su disposición. Semanas atrás, había leído y compartido en Facebook que La Cámpora le pagaba ocho mil pesos por mes a los de “Resistiendo con Aguante” para que escribieran en contra del gobierno, pero era evidente que Juan Domingo ya se había patinado la mensualidad. En cuanto a los planes (porque seguro que, por ser militantes, el Estado los subsidiaba a él y a la morocha) no tenía la menor idea de cuándo se cobraban. Y el hambre, claro, no entendía de plazos.

   Con fuerza inspiradora, recordó un ejercicio del curso de coaching ontológico que había organizado la empresa un par de años atrás y se dijo que sólo era cuestión de vencer los miedos y afrontar la crisis con confianza  y creatividad. Al fin y al cabo, por el momento le bastaba con conseguir diez pesos para comprar un poco de pan y así engañar al estómago. Dejó pasar a cuatro personas por pudor pero al quinto –un hombre mayor con cara de buena gente- se animó a encararlo.

   -Señor, disculpe el atrevimiento. Perdí la billetera y necesito solamente diez pesos para…

   -¡Andá a pedirle guita a la Cristina, pelotudo!- lo acuchilló el hombre, con un desprecio casi orgásmico en la mirada.

   Abrumado por la dureza de la derrota, se dio cuenta de que era la quinta vez en el día que lo maltrataban gratuitamente.
 
   Como un eco burlón, resonaron en su memoria las palabras del ingeniero Bevilacqua, el dueño de la constructora, cuando se quejaba de los albañiles: “No hay caso, che; con la negrada no hay coaching ontológico que valga”.

 
CONTINUARÁ

jueves, 18 de agosto de 2016

NUEVE

    “Juan Domingo Villagra”, repitió mentalmente Quique varias veces, como si quisiera acostumbrarse a una noticia trágica, a una catástrofe irreversible, a un diagnóstico de enfermedad terminal. Con tantos nombres posibles, haber mutado en un Juan Domingo parecía más una artera maniobra típica del peronismo que una ironía ciega del destino. Por añadidura, el hecho de que dos de sus flamantes hijos se llamaran Néstor y Cristina era un castigo administrado con alevosía y ensañamiento. ¿La morocha se llamaría Eva? ¡Era lo único que le faltaba!
   Juan Domingo Villagra. Nada sabía acerca de ese hombre que lo retenía encerrado en un cuerpo ajeno y lo había privado de su vida. Se sentó en un banco de la peatonal y se puso a revisar el teléfono. Venció las arcadas que le producía el fondo de pantalla y entró en el Facebook de su dueño en busca de información. Luego de varios minutos de exhaustivo análisis, concluyó frustrado que Juan Domingo sólo compartía con él cuatro cosas: su fecha de nacimiento, su número de DNI, su nacionalidad argentina y –a Dios gracias, pensó- su condición de varón heterosexual. Por lo demás, Juan Domingo chorreaba grasa por donde se lo mirara: le gustaba la cumbia, era rabiosamente peronista, militante K, fanático de Boca y morocho con índices exorbitantes de melanina. Por ciertas fotos sospechó que era albañil, en cuyo caso la breve charla telefónica que había mantenido con el Chino adquiría coherencia retroactiva. Pertenecía al grupo “Resistiendo con Aguante” y estaba claro que detestaba a Macri, a Cambiemos y a todos sus votantes. Estaba casado y tenía los tres hijos que él había visto a la mañana. Efectivamente, Néstor y Cristina eran mellizos. La morocha se llamaba Luján Salinas, trabajaba en un comedor escolar o algo así y era tan K como Juan Domingo. Una foto suya en el río corroboraba la impresión que había tenido al verla desnuda en el dormitorio del Fonavi: todavía estaba para darle.
   Venciendo su aversión, leyó varias publicaciones, algunas subidas por el propio Juan Domingo; otras por sus contactos. Invariablemente, todas pendulaban entre las críticas feroces al gobierno actual y la glorificación irrestricta del anterior. La lectura le resultó indigerible y, en menos de tres minutos, salió enfurecido de la sesión. Recordó haber deseado que el ARSAT estallara en el aire el día del lanzamiento para que la Yegua pasara un papelón internacional. Ahora sentía que se había quedado corto; el satélite debería haber caído encima de una manifestación kirchnerista para aplastarlos a todos juntos.
    No entendía cómo esos energúmenos podían ser tan intolerantes y antidemocráticos.
 
CONTINUARÁ

martes, 16 de agosto de 2016

OCHO

   La marcha peronista empezó a sonar justo a sus espaldas. La irrupción de esos inconfundibles acordes iniciales lo sobresaltó pero tardó unos segundos en advertir que la música provenía de su propia mochila. La abrió vergonzado, manoteó el celular y se apuró a atender para silenciar aquellos compases que le parecían infamantes.
   -¿Dónde te metiste, boludo?- lo consultó sin preámbulos la voz masculina del otro lado.

  -¿Quién habla?

  -Soy yo, el Chino, ¿quién va a ser? Decime, ¿vos no pensás venir a laburar, hoy?

  -Yo…eh… estoy medio complicado –tartamudeó Quique. Después, por inercia, agregó: -¿Vos dónde estás?

   Hubo un silencio tan fugaz como elocuente.

  -¿Vos me estás jodiendo? En la obra, ¿dónde querés que esté? Metele, que Yarará ya me estuvo preguntando por vos.

   Quique no sabía cómo darle ima continuidad razonable a aquella conversación ridícula. Por suerte, el Chino le cortó de golpe tras anunciar: “Uh, ahí viene Yarará; chau”.

   Cada vez más confundido, se quedó mirando el celular, soportando otra vez, a duras penas, la imagen de la Kretina como fondo de pantalla. Sin ninguna esperanza, sólo para confirmar la temible sospecha que le mordía las entrañas, decidió hacer unas llamadas. “Una solución que te hunde vale más que cualquier incertidumbre”, recordó (¿dónde había leído eso?).

   Llamó a la constructora y preguntó esquizofrénicamente por sí mismo. Lo atendió Vanesa, la secretaria, y dijo que allí no trabajaba ningún arquitecto Rinaldi. Llamó después a su amigo Tomás y cambió la estrategia: esta vez dijo que era él quien llamaba. De nada sirvió: Tomás lo cortó con un tajante “número equivocado”. Al borde de la desintegración, intentó con Antonella y le susurró las palabras que solían ser la contraseña para acceder a un rato de desahogo erótico: “Hola, caramelo”. La chica titubeó un instante y luego dijo en tono interrogativo: “¿Sebastián?”.

   Game over.

   No había duda: un accidente cuántico lo había arrastrado hacia una dimensión paralela en la que Quique Rinaldi no existía. Sin embargo, algo en el proceso había fallado. ¿Por qué conservaba la memoria del que había sido? ¿Por qué no sabía nada acerca de la flamante identidad que le habían impuesto? Dios, evidentemente, se había equivocado. ¿Era descabellado incurrir en semejante audacia teológica? Quique sintió que no: al fin y al cabo, si Dios había permitido el advenimiento de un Papa kirchnerista, entonces Dios no podía ser perfecto.

   Era desmoralizante asumirlo pero todos los indicios llevaban a una sola y terrible conclusión: hasta Dios se había vuelto militante de La Cámpora.

 

CONTINUARÁ

jueves, 11 de agosto de 2016

SIETE

   Revisó la billetera y comprobó contrariado que no había dinero suficiente para pagarse un taxi ni tampoco una tarjeta SUBE. Primero pensó en seguir caminando pero un par de cuadras más adelante, arrasado por la impaciencia, se decidió a quemar las naves y paró un taxi.
     -Necesito ir al centro pero tengo solamente cien pesos –dijo, enarbolando un billete con la cara de Roca. -Lléveme hasta donde me alcance.
   El taxista lo miró con desconfianza pero aceptó el trato. Quique se zambulló en el asiento y se sumergió en la idea excluyente (y acaso supersticiosa) de que le bastaría con volver a su casa para recobrar de inmediato la vida que le habían arrebatado.
   En la radio se pusieron a dar detalles sobre un asalto de último momento. Mencionaron una despensa cercana al Fonavi del que acababa de huir y Quique supo que, en un acto reflejo, el taxista lo había espiado fugazmente por el retrovisor con renovado recelo. No pudo evitarlo: recordó a aquel otro taxista que, meses atrás, le había dado una clase magistral acerca de cómo solucionar el flagelo de la inseguridad. “Es muy simple”, le había dicho, “hay que poner un alambrado de cuatro metros de alto que bordee toda la zona oeste de la ciudad, habilitar nada más que cuatro o cinco pasos obligatorios, tenerlos día y noche custodiados por el ejército, y cuando alguno se quiera hacer el vivo… ¡pum! un cuetazo y a otra cosa. Vas a ver cómo en tres días se terminan los robos”.
   “Noventa y nueve con setenta”, anunció el taxista actual, mientras estacionaba en una esquina. No estaba mal: había quedado a sólo veinte cuadras de su destino. Continuó el trayecto a pie, con el alivio de volver a un paisaje que le era familiar. Sin embargo, cuando estuvo al fin frente a su edificio se le hizo un vacío en el estómago al advertir que no tenía las llaves. No tenía las llaves, claro, y tampoco tenía su cara de Quique Rinaldi, sino la de Juan Domingo Villagra. ¿Cómo iba a hacer para entrar?
   Confundido, se quedó mirando el palier a través de la puerta de vidrio, desde el fondo de un exilio que parecía irreversible. Su actitud despertó sospechas en Arregui, el encargado, que se acercó a él y, examinándolo con ostensible resquemor, le preguntó qué necesitaba. Su falta de cordialidad era lógica, pensó; el consorcio había sido muy claro en sus últimas instrucciones: nada de vendedores ambulantes ni pedigüeños.
   -Busco al arquitecto Rinaldi- dijo.
    Acá no vive ningún arquitecto Rinaldi.
   Quique sintió que el universo se desmoronaba sin remedio. 
   -¿Cómo que no?- protestó. -¡En el sexto, vive: en el sexto C!
   Ambos endurecieron la defensa de sus respectivas verdades y, luego de llegar al borde del forcejeo, Arregui dio por concluida la cuestión con la amenaza de llamar a la policía.
    Quique se alejó de la puerta con la certeza absurda de haberse transformado en un fantasma. Aturdido, bajó a la calle sin prestar atención al auto que doblaba por la esquina. Como si llegaran desde otro mundo, escuchó la frenada y el insulto.  
   -¿Pero qué hacés, negro de mierda? ¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!
  
CONTINUARÁ

martes, 9 de agosto de 2016

SEIS

   -¿Esa mochila es tuya?- lo apretó el más corpulento de los dos policías, arrojándole a la cara una mirada inquisitiva que lo descolocó por completo.

   -Sí, claro -dijo Quique, sin saber qué grado de veracidad tenía su, dadas las circunstancias, única respuesta posible.

   El alivio inicial ante el hecho de que no se tratara de ladrones mutó bruscamente en una creciente inquietud por el cariz que estaba tomando el asunto.

   -¿Adónde vas tan apurado?

    -A trabajar.

    -¿De qué trabajás?

    -Soy arquitecto.

   Advirtió al instante que quizás no había sido la respuesta más adecuada para la ocasión. Al policía que lo estaba interrogando se le inflaron las aletas de la nariz; el que estaba más atrás ahogó una inesperada risita burlona.

   -Claro, y yo soy Mascherano -dijo el grandote. –A ver, mostrame el documento.

   Quique tragó saliva.

   -No sé si lo llevo encima- balbuceó, mientras sacaba lentamente la billetera del bolsillo.

   La abrió con miedo y encontró un DNI. Comprobó que la foto era la del morocho que había visto en el espejo. Sin opciones, se lo extendió al policía como si se arrojara a un abismo.

   El apocalipsis temido, sin embargo, no se desató. El policía examinó el DNI durante unos segundos y chasqueó la lengua contrariado. “No, éste no es”, le informó a su compañero, y se lo devolvió.

   -Andá, nomás- le dijo a Quique. Se lo notaba decepcionado.

   Sin entender a quién estaban buscando ni por qué lo habían tomado por un posible delincuente, Quique se alejó de inmediato, temeroso de que los policías se arrepintieran. No guardó el documento; se lo dejó en la mano y lo llevó con la misma aprensión de quien carga el resultado de un análisis que no se atreve a leer. Caminó sin aliento una cuadra, cruzó una calle embarrada y, quebrado por una curiosidad morbosa, se permitió, al fin, mirar el DNI con atención.

   El número de documento era el suyo; la fecha de nacimiento también coincidía. Pero al lado de la foto –la foto del hombre que había visto en el espejo- se leía claramente: “VILLAGRA, JUAN DOMINGO”.

 
CONTINUARÁ

jueves, 4 de agosto de 2016

CINCO

    Mirándolo raro, la morocha peronista le hizo notar que se estaba olvidando la mochila, el reloj, el celular, la billetera y las llaves de la moto.

   -¿Estás bien, vos?- indagó, mientras le iba entregando todo lo que él había omitido cargar.

   -Sí, sí, estoy bien, estoy bien- mintió Quique, rogando que no hubiera contratiempos de último momento que postergaran su evasión. Sabía que la posibilidad de liberarse estaba a sólo dos pisos por escalera y no podía darse el lujo suicida de frustrarla.

    Bajaron los cinco en silencio y los recibió una mañana gris con semblante de recién llovida. Ocultando su extravío geográfico, siguió a la mujer y a sus hijos hacia el espacio descubierto que servía de estacionamiento general. La morocha se detuvo junto a un viejo Renault 12 azul bastante desvencijado y se despidió de él con un beso fugaz en la boca. “A las 5 en lo del Turco”, le dijo desde adentro y él, sin entender el sentido de aquel enigmático recordatorio, se limitó a asentir con la cabeza. El pibe chorro le gruñó un saludo antes de subir y los dos más chicos (¿eran mellizos?) le gritaron “Chau, papi” casi al unísono. Vio cómo el auto maniobraba con dificultad en el barro y se alejaba por una calle de ripio flanqueada por casitas bajas y deslucidas.

    Le resultó extraño que todo hubiese sido tan simple, pero lo había logrado. Estaba solo. Y libre.

    Cayó en la cuenta de que no sabía a cuál de las veinte motos y ciclomotores que había en el lugar correspondían las llaves que tenía en el bolsillo. No se preocupó demasiado: lo prioritario era recuperar su vida a la mayor brevedad posible, así que decidió escapar a pie. Eligió el rumbo por intuición y se puso en marcha sobreponiéndose al miedo punzante de que lo asaltaran a cada paso. Llegó a una avenida cercana y, al leer los carteles indicadores, confirmó que sus temores no eran exagerados: estaba caminando por el medio de un barrio con reputación de violento y peligroso. Apretó los labios y apuró el paso en dirección al sur como quien atraviesa un terreno plagado de invisibles serpientes venenosas, ansiando esfumarse de allí cuanto antes.

    Cuando escuchó desde un costado la voz apremiante y próxima que lo conminaba a detenerse, sintió las tenazas de la fatalidad mordiéndole la nuca. Refrenó su primer impulso de salir corriendo y se dio vuelta con la certeza de que ahora sí, finalmente, iba a engrosar las estadísticas de la inseguridad callejera.

    Le sorprendió no ver a un ladrón apuntándole con un revólver o arrimándole un cuchillo a la garganta, sino a dos policías que lo observaban fijamente con ostensible actitud represiva, como si el ladrón hubiese sido él.  

 

CONTINUARÁ

martes, 2 de agosto de 2016

CUATRO

    La situación –insólita y desesperante- le disparó la paranoia y se le hizo difícil controlarla. ¿Estaba secuestrado? ¿Lo habían drogado? ¿Acaso La Cámpora había empezado a tomar represalias contra los votantes de Macri? ¿Planeaban abducirlos uno por uno, robarles su identidad y lavarles el cerebro para sumarlos, cual zombies, a las filas del neokirchnerismo? ¿Estaban forjando desde las sombras una generación de Clonazeplaneros? Lilita se había quedado corta; esa gente era mucho más peligrosa de lo que ella misma había denunciado.
   -¿Estás bien? ¿Qué te pasó? –llegó la voz preocupada de la mujer desde el otro lado de la puerta.

    Una delgadísima, agonizante hilacha de lucidez le permitió decidir que no era momento para sincerar su desconcierto. Debía disimular. Al fin y al cabo, si le mentía al Fisco en la liquidación de impuestos, si le mentía a los clientes de la constructora con los plazos de entrega, si le mentía a su médico con lo de reducir el consumo de grasas, si le había mentido a su mujer durante el matrimonio y durante el divorcio, si le había mentido a sus amigos jurando que jamás lo había votado a Menem, ¿qué sentido tenía cambiar de estrategia justo ahora, que estaba extraviado en un territorio hostil, afrontando el mayor peligro de su vida?

   -No pasa nada- contestó. –Me golpeé la rodilla.

   -Boludo, gritaste como si lo hubieses encontrado a Macri en la ducha- rezongó la mujer, y se alejó sin insistir.

   Evitando pudorosamente mirarse de nuevo al espejo, Quique abrió la puerta como si estuviera a punto de penetrar una zona radioactiva y volvió al dormitorio en el que había despertado. Tuvo claro que lo prioritario era abandonar su cautiverio de inmediato y como fuera. Se vistió con lo que vio a mano (de su ropa, no había ni rastro). Miró el placard con recelo. ¿Allí guardarían las armas clandestinas para combatir contra el gobierno? Se puso de pie, dispuesto a afrontar lo que fuera. Trató de pensar en positivo; se imaginó siendo entrevistado en TN, se imaginó siendo recibido y condecorado por el presidente por haber contribuido a desarticular una peligrosa célula camporista. Salió lentamente y sin hacer ruido; el corazón le latía a mil. Dio unos pasos más. ¿Lo matarían? Respiró hondo. La suerte estaba echada. Avanzó.

   Apenas pisó la cocina, Cristinita salió disparada hacia él y se le trepó para abrazarlo con todas sus fuerzas. “¡Hola, papi!”, repetía la nena, mientras le tapizaba la cara de besos.

   Tan sorprendido como incómodo, Quique no supo cómo reaccionar. Hacía mucho que nadie le profesaba semejante muestra de cariño.

   Lo confirmó: el populismo no tenía límites. Usar a los niños para fines políticos era de cuarta.

 
CONTINUARÁ