Cuando
Quique vio toda la gente que se había congregado en la esquina de la casa del Turco se
asustó. El desafío sería mayúsculo, iba a tener que cuidarse mucho para impedir
que esa horda de kirchneristas resentidos descubriera que él era un impostor
infiltrado.
Ser
parte de la ruidosa marcha le provocó una tensión difícil de controlar. A la
aprensión inmanejable que le causaba estar rodeado por tantos peronistas juntos,
debía sumarle la inseguridad generada por su escasa experiencia combativa. Y es
que lo más parecido a participar en una manifestación callejera que había hecho
en toda su vida era haberse agolpado frente a la entrada del Banco Nación, en
la época del corralito. Esa mañana del 2001 había cantado con cívica
indignación aquello de “Piquete, cacerola / la lucha es una sola”, y hasta
había tirado alguna que otra piedra contra los blindex del Banco. Pero claro, no
eran situaciones comparables: en aquel caso se trataba de una causa justa, se
trataba de la defensa de un derecho arbitrariamente vulnerado. Esta marcha en
que ahora se veía involucrado, en cambio, se sustentaba en un objetivo absurdo:
el de repudiar una decisión gubernamental muy sana que –así lo había asegurado
el presidente y él le daba la razón- resultaba indispensable para empezar a recuperar
el rumbo económico y ético perdido.
Cuando
llegaron a la Plaza y su grupo se acomodó en la multitud, se sintió como un vegano asistiendo a la cena anual del gremio
de los carniceros. Era como estar en la cancha pero metido en el medio de la
hinchada contraria. No sabía la letra de los cantitos, así que se limitó a
hacer palmas y mover los labios para disimular. Luján, en cambio, era brava y
se la pasaba a los gritos, insultando a Macri y arengando a sus compañeros.
Miró
en todas direcciones y empezó a preocuparse: mucho bombo, mucha bandera, mucha
pancarta, pero de los choripanes, ni noticia. Se acercó a un flaquito que
enarbolaba una bandera y, como quien no quiere la cosa, le preguntó si ya le habían
dado su chori. El otro soltó una carcajada pero Quique no entendió cuál era el
chiste.
Se
desentendió por completo de los discursos y de los cánticos de protesta. Enfocado
de manera excluyente en su urgencia alimentaria, reiteró su inquietud a varios
desconocidos más. La expresión de los interpelados y el tenor de las sucesivas respuestas
recibidas lo desesperó. ¿Pero entonces esa gente estaba ahí por propia voluntad,
por convicción? Era de no creer; ¿qué tenían en la cabeza? ¿La mitad de los
presentes, un rejunte impresentable de vagos crónicos subvencionados por el
Estado, organizaba un acto contra el gobierno para defender un privilegio mal habido,
y la otra mitad, por pura ignorancia, respaldaba esa conjura desestabilizadora?
¡Qué espectáculo patético! Ahí estaban, pensó Quique, los auténticos
victimarios del destino de grandeza de la Argentina.
“…
porque la inflación, compañeros. es un
cáncer que se va comiendo el salario del pueblo trabajador, y no podemos
permitir…”.
Resopló
malhumorado. Estaba muerto de hambre, de sed y de cansancio, harto del calor, de
la humedad y, sobre todo, harto de escuchar la palabra “compañeros” vomitada a
diestra y siniestra.